El Precio
El Precio de Arthur Miller
(2004)
Autor: Arthur Miller
Dirección: Jorge Eines
Escenografía: Andrea D’ Odorico
Música: Díez Doizy
Intérpretes: Juan Echanove, Ana Marzoa,
Juan José Otegui y Helio Pedregal
JORGE EINES:
El Precio de Arthur Miller
Si Arthur Miller no hubiera comprendido que lo difícil no es querer a alguien, sino vivir con alguien, esta obra no se hubiera escrito.
Victor, Esther, Salomón y Oscar, en la búsqueda de un sentido para vivir, nos cuentan esa otra trascendencia que sólo se descubre en lo cotidiano, a caballo entre un escepticismo casi radical y un idealismo teñido de humanidad.
Ante tanto contenido dramático, no fue fácil para nosotros entender en el proceso de ensayos que la presencia de los conflictos en lo verbal no debíamos confundirlos con los conflictos sostenidos por el cuerpo. En el viaje por cada uno de estos dos “pentagramas” (palabra y cuerpo), fuimos acomodando los personajes sin más afán especulativo que el de dejar que sugiera nuestra verdad para ser representada.
El teatro no puede cambiar el mundo pero a veces inspira una cierta renovación emocional. Probablemente sea el definitivo testimonio de Millar: en un tiempo sin creencias, un tipo de fe en personajes habitando situaciones y atrapados por el arte, acaba siendo un particular combate contra la nada.
Jorge Eines
QUE ES EL PRECIO
La vieja casa familiar de los Franz se va a derribar para construir sobre su solar un moderno y funcional edificio neoyorquino. Antes de demolerla, la familia Franz deberá deshacerse de los muebles. Los hermanos Franz (Victor y oscar) llevan dieciséis años sin hablarse, odiándose en silencio, reprochándose mutuamente el dolor de las heridas que la gran depresión del 29 produjo en el seno de su familia. Victor ,el hermano pequeño que se quedó en la casa cuidando de su padre vive junto a Esther, su esposa, una vida de penurias económicas y de deseos frustrados. Oscar mientras tanto ha visto como su vida también se ha convertido a pesar del éxito y la riqueza, en una vida de soledad y tristeza. La vida les volverá a reunir en el salón de su casa durante una tormentosa tarde de Manhattan, discutiendo el precio de sus muebles, el precio de sus vidas, en presencia de un sabio y manipulador tasador de muebles del Bronx (Gregorio Solomon). Victor, Esther, Oscar y Solomon, librarán en presencia de los espectadores un enfrentamiento a cara de perro que pondrá al descubierto esas heridas que nunca se cerraron y que todavía están aquejadas de infección.
Somos los Franz
Resulta materialmente imposible no sentirse afectado, apelado por un texto y por una función como «El precio» de Arthur Miller (1968). Si alguien afirmara que no se ve reflejado en ninguno de los ángulos de su drama, que no reconoce las palabras que se esgrimen, que no ha padecido ni un solo problema de los que se plantean, que no se ve reflejado en ciertas actitudes, gestos o discursos de Victor, Oscar, Esther o incluso Solomon y que no le suenan los asuntos que se ventilan en escena; si, en definitiva, alguien sostuviera que no tiene nada que ver con los Franz es que, o bien no ha vivido nunca ni en una familia, ni en una ciudad, ni en un país, o es que simplemente se autoengaña, como los protagonistas de esta historia, autoengaño por el que pagan un altísimo… precio,. Porque como nadie está libre de las trampas, porque como todos somos pieza u obra de un plan ajeno, porque como todos nos podemos hacer un daño vitalicio, transmitido en una herencia del rango de la sangre, porque como todos confundimos el valor con el precio, somos o seremos -o son o podrían llegar a ser nuestros hijos- los Franz de Nueva York, como han venido demostrando desde primeros de octubre de 2003 los públicos de Barcelona, Gerona, Vitoria, Logroño, Málaga, Cadiz, Granada, Pamplona, Santander, Avilés, Gijón o Salamanca.
Aproximadamente 30.000 personas
El suspense de la verdad
En cuanto alguien pretende no sentirse concernido por «El precio» automáticamente pasa a formar parte de la representación. Se le da la bienvenida con unos individuos que pretenden que en esta ocasión tampoco será necesario decir «nada», que podrán solventar una jornada más como mero trámite, aunque lo que se tenga entre manos (y entre hermanos) sea la venta de los muebles y enseres de los padres al cabo de los años, un juego de la verdad, oculta durante varias décadas en el doble fondo de esos muebles, decorado familiar del sueño americano. Pero -insistamos en ello- no se trata exclusivamente de un asunto americano. Véase, para comprobarlo, el sumario doméstico que destapó el dramaturgo Arthur Miller y preguntémonos si no hemos sido alguna vez parte «incausada» en él, si no nos ha rozado el caso de una u otra forma. «El precio» no es una función detectivesca, pero sí conduce al desvelamiento (pautado hábil y sabiamente por Miller) de lo que pasó y no pasó en cierto círculo familiar tras la Gran Depresión, algo que sancionó la vida de unas personas y que los atrapó en una ficción hasta finales de los sesenta. Márquese otra crisis, otro país -el nuestro, por qué no, tan dependiente histórica y socialmente de las estructuras familiares y, sobre todo, de la figura paterna, del fantasma de la autoridad y, muy importante, del sustrato judaico- y reformúlese las pregunta que Miller se hizo y nos hace aún en «El precio». La pregunta capital: ¿Quién era de verdad papá? y la consecuente: ¿y entonces… nosotros, los hijos, los hermanos? Miller trama el suspense de la respuesta con otras cuestiones no menos familiares: ¿y el dinero de casa? ¿ y qué hizo mamá? ¿y por qué yo tuve que… y tú pudiste…? ¿y los muebles heredados? ¿y entonces, mi vida, nuestra vida? La respuesta constituirá, claro, una demolición, como la de parte del viejo Manhattan a finales de los sesenta.
«El precio» de Miller habla de la familia liquidada en una «zona cero».
«El Precio», ahora
Una autoexigencia nada común de investigación, de motivación, de conocimiento, de memoria, de encarnación, de desfondamiento, de verdad y de palabra es requerida para su representación por esta función de Miller, una función poco frecuentada seguramente por la pureza, tensión y obscenidad de su tragedia, casi indecible, una de las tragedias más completas y vigentes del siglo XX y también de las mas universales, pues el caso de esta familia de la «Metrópoli» que ve pervertido el Amor por una catástrofe económica -entre otras catástrofes y demonios familiares- es perfectamente extrapolable a una «familia provincial». «El precio» podría detonarse en cualquier familia de cualquier ciudad española. Incluso los muebles no serían muy distintos, pero sí el aire, el sonido, el tiempo, la música, la luz, por eso sigue en Manhattan y porque, no había duda, debía permanecer próxima a la familia original de Miller. «El precio» llega ahora a Madrid. Da vértigo adivinar, tras las paredes de pisos vacíos con patrimonio estabulado quién sabe desde hace cuántos años, un encuentro tan aplazado y descarnado como el que celebran los hermanos Franz. Como no podía ser de otra forma, la Compañía que defiende esta nueva oportunidad española de «El precio» -de las escasísimas que ha tenido en nuestro país- lo hace desde un punto de vista de implicación, convicción y compromiso verdaderamente altos. Hasta el límite que supone «El precio» había que llegar un día: a través de la experiencia, del ejercicio profesional, de la conciencia, de la vida y de la confesión a varias bandas de que ya se quería hacer «El precio», de que era tiempo de afrontar «El precio» (como, por cierto, también han presentido en unas carteleras tan sensibles como las de Londres, Nueva York o Los Angeles, en las que también se está representando). Cada cual ha esperado de una forma. Juan Echanove (Victor), por ejemplo, hacía «novillos»en sus clases de Arte Dramático para ver las representaciones de «El precio» en aquel montaje argentino que se pudo ver en España (le hemos cambiado el nombre a Walter Franz por Oscar Franz como homenaje a uno de sus actores : Oscar Ferrigno). Jorge Eines, alentado siempre por Chejov, mantenía «El precio» como un texto ineludible para un trabajo de dirección, a la espera de la reunión con una Compañía idónea, como la presente. Helio Pedregal (Oscar) y Ana Marzoa (Esther) venían ni más ni menos que de «Panorama desde el Puente». Andrea D’Odorico, arquitecto de tantos espacios memorables, era quien mejor podía ver por dentro de esa casa desolada de los Franz, la intimidad (sabiamente iluminada por Juan Gómez Cornejo). Y Juan José Otegui, que ha encontrado después de más de cien estrenos a sus espaldas un personaje (Gregorio Solomon)que seguramente estaba esperándole para dotarlo de humanidad, profundidad e ironía. Los tres elementos esenciales sobre los que en definitiva se sujeta este «Precio» que hoy queremos ofrecerles.
LA CRITICA - EL MUNDO
EL PRECIO. «LA FUERZA DE MILLER EN UN MONTAJE EJEMPLAR» (El Mundo)
EL MUNDO, JUEVES 1 2 DE FEBRERO DE 2 0 0 4
TEATRO / ‘El precio’
La fuerza de Miller
en un montaje ejemplar
‘El precio’
Escenario: Marquina./ Fecha:10 de febrero.
Calificación: ****
JAVIER VILLAN
MADRID.– Vigoroso texto de ArthurMiller. Y una labor actoral detalintensidad, que el silencio espesodel patio de butacas era inquietanteprofecía de emoción incontenible.
Y ésta se desbordó alcaer el telón mientras dominaba la escena Solomon (Otegui), el usurero
anciano frágil e implacable.
Jorge Eines, tras dirigir El precio,es algo más, con ser eso mucho,que la melancolía insuperable desus montajes de Chejov o la fascinaciónpor hacer de Borges carnede teatro; es un director que ha liberadomagistralmente las tormentasemocionales de los personajesde Miller.
En esta dolorosa pieza, con asfixianteescenografía de D’ Odoricoy algún pespunte musical de YannDíez Doizy y un reparto de ensueño,el problema de dirección es, sobretodo, de armonía y equilibrios.
Si los personajes se devoran sinmiramientos, había que evitar queesa devoración caníbalalcanzaratambién a los intérpretes. Hay enfrentamientospero no absorción.Otegui prevalece siempre en un personaje construido con minuciosidadde orfebre. Ana Marzoa estáimpecable en un progresivo y cuidadísimodesajuste alcohólico.
YHelio Pedregal se mantiene firmeen el incómodo papel de un triunfadorcon mala concienciaodiado,además, por su hermano.
Esta dialéctica brutal de triunfoy de fracaso, sobre un fondo de desarmemoral y de desastressociales, marca una interpretación magistralen todas sus líneas. Y da vidaa ese texto de Miller, un poco enpenumbra en relación a otras obrasestelares del mismo autor.
Troncopoderoso de esos enfrentamientoses Juan Echanove sobre el que recaeno sólo latortuosa complejidadde Víctor, su personaje, sino las enrevesadascomplejidades de los demás;
sobre todo el estado de gracia, memorable, de Otegui.
Este, Marzoa y Pedregal resuelvencon autoridad sus dificultades;Echanove tiene que darrespuesta a los apremios de su mujer, a lastrampas de Solomon, el tasador, yal sincero intento de reconciliaciónde su hermano Oscar.
La gran verdad de la interpretación de Echanoverebasa la imagen lacrimógenadel perdedor y senutre de cólera, resentimiento, indefensión,odio y envidia. Y autocompasiónexculpatoria.
Como un exorcismo concibióMiller este drama trágico, ahormado
sorprendentemente sobre laplantilla de las tres unidades detiempo y de espacio; y en parte
también en la unidad de acciónaunque ésta, tras el inicio, deriveen un violento ajuste de cuentas defamilia. El exorcismo, por lo tanto,es relativo. Los demonios de Víctorsiguen dentro de su atribulada personalidad. Para gloria de Arthur Miller y para gloria de Echanovepor siempre jamás amén.
LA CRITICA - EL PAIS
EL GRAN TEATRO DE LA PALABRA
Por Pablo Ley – EL PAIS
5 de octubre de 2003
A la busca de un espacio con personalidad propia en el cada vez más complejo panorama teatral de Cataluña, el festival Temporada Alta de Girona inició el pasado viernes su programación con el estreno absoluto de El precio, de Arthur Miller, en la versión dirigida por el argentino Jorge Eines y protagonizada por Juan Echanove, Ana Marzoa, Helio Pedregal y Juan José Otegui. Una apuesta por un teatro de calidad, centrado en la obra de un clásico indiscutible del siglo XX, llevado a la escena con una inmejorable voluntad de buen oficio y que; en su estreno en Girona, obtuvo una ovación cerrada de un público entusiasta.
Teatro del siglo XX, sin duda. Un teatro dialogado, con personajes tomados del natural, psicologista, con pretensiones de retratar la realidad y de cambiarla en la medida en que haga reflexionar ideológica y éticamente al público. El precio, de Arthur Miller, se estrenó en 1968, cuando el autor, nacido en 1915, apenas superaba la edad del protagonista que, en esta ocasión, encarna Juan Echanove. No es extraño, pues, que la mirada hacia el pasa-, do que dibuja Miller tenga tanto que ver, al menos en los detalles históricos, con su propia vida. La anécdota es, simplemente, la venta de unos muebles que han quedado abandonados tras la muerte del padre. Un mobiliario anticuado y lujoso (y, por eso mismo, casi invendible) que es los restos del naufragio del crack de 1929 que arruinó a la familia Franz.
La venta de estos muebles reunirá a los hermanos Franz y los obligará a regurgitar un pasado que conserva, como en las peores pesadillas freudianas, la vigencia monstruosa de las grandes traiciones vitales. Es la figura paterna la que sobrevuela, fantasmal, la escena recordándoles el punto de no retorno. Un día de 1929, el padre comunicó a la familia que se hallaban sumidos en una ruina total. Desde ese momento, como ocurre con las historias bíblicas, ambos hermanos emprenden un camino prácticamente opuesto. Uno, Walter (Helio Pedregal), el del éxito individual más salvajemente egoísta; el otro, Víctor (Juan Echanove), el de una dignidad y un sacrificio en su deseo de cuidar al padre que pueden ser, de algún modo, confundidos con cobardía y estupidez. Son estos dos puntos de vista los que se enfrentan en una igualada batalla verbal, casi un ejercicio de esgrima, que Arthur Miller construye con una eficacia psicológica absoluta.
Entre uno y otro hermano se interponen dos figuras encarnadas por el casi nonagenario comprador de muebles judío Gregorio Salomón (Juan José Otegui), que representa la memoria del pasado y, en esta misma medida, la figura del padre, y por la esposa del aparentemente débil Víctor (Ana Marzoa), que encarna la erosión del tiempo, las ilusiones perdidas. Cuatro personajes que, en las casi dos horas que dura el espectáculo, repasan punto por punto los momentos en que se han ido agrandando las grietas familiares hasta romper de forma irrecuperable la unidad de la familia.
Desde luego, es un montaje que requiere un director con un profundo conocimiento de la psique humana. Porque toda progresión se asienta, exclusivamente, en ese desvelarse de las verdades ocultas de la familia Franz, cuya ruina no es tanto una pérdida económica como una metáfora de la vida, sacudida por crisis sucesivas, tanto o más importantes para el_ individuo que las padece como lo fue, para la familia Franz, el crack de 1929.
Jorge Eines hace, en este sentido, un trabajo espléndido. Y tiene en la figura de Juan José Otegui su mejor valedor. Otegui hace que el viejo y entrometido judío sea un personaje casi de cuento de, hadas, una especie de genio que aparece en la escena para dotar el espacio de la mágica capacidad de transportarlos a todos al pasado. A su alrededor, JuanEchanove, Helio Pedregal y Ana Marzoa logran que las palabras de Miller, ese torrente inagotable de palabras, lleguen vivas al público, cargadas de matices, lo que no es poco.