Camino del Cielo
(2007)
De Juan Mayorga
Dirigido por Jorge Eines
En el Teatro General San Martín de la Ciudad de Buenos Aires
Actores:
Horacio Roca – Hombre Cruz Roja
Víctor Laplace – Comandante
Ricardo Merkin – Godfried
Adolescentes: Renata Terranova
Martín Slipak
Trío, dos mujeres un hombre:
Eleonora Monaco
Lisette García Grau
Pablo Razuk
Niña: Natalia Señorales
Dirección: Jorge Eines
Músicos:
Clarinete: Emiliano Álvarez
Acordeón: Federico Figueroa
Coordinación de producción: Rosalía Celentano
Asistencia de dirección: Fabián Barbosa, Silvia Sacco
Asistencia de iluminación: Pablo Alfieri
Asistencia de escenografía y vestuario: Andrea Mercado
Asistencia artística: Bernardo Cappa
Composición y dirección musical: Bernardo Baraj
Iluminación: Félix Monti
Vestuario y escenografía: Jorge Ferrari
El deber de la memoria
“Ningún ser humano puede imaginar los acontecimientos tan exactamente como se produjeron, y de hecho es inimaginable
que nuestras experiencias puedan ser restituidas tan exactamente
como ocurrieron…
nosotros, un pequeño grupo de gente oscura
que no dará demasiado que hacer a los historiadores.”
Salmen Lewental
Crematorio III, Auschwitz
¿Cómo se puede narrar el acontecimiento cuando, por la dimensión y la carga
de su horror, desafía primero a la memoria, luego a las acciones y por último al lenguaje?
Ya hace muchos años que como director trato de no renunciar al interrogante
más decisivo.
El de cada ensayo. En ese sitio busco los puntos en los que mi vida interior, ideología y anhelos se cruzan con lo que ocurre delante de mí. Si encuentro puntos de intersección, el proyecto va fertilizando. Si no es así, mi lado más profesional me obliga a seguir adelante.
Aunque evíto caer en la euforia intelectual de tener ideas para que eso no
desplace mi mirada del trabajo del actor, hace mucho tiempo que Camino del cielo se enquistó en mi memoria como un compromiso inevitable.
El de volver a dirigir en mi tierra y en el Teatro San Martín. El de reencontrarme con los actores argentinos, con los cuales hace muchos años pude orientarme hacia un horizonte de puesta en escena con la mayor discreción que hoy trato de conseguir en cada ensayo. El del testimonio.
Debo agradecer a Juan Mayorga porque su original destreza narrativa deja lugar
a los interrogantes que aún me quedan por explorar en mi tarea como director.
El ha sabido brindar a este equipo de trabajo un pretexto tan creativo como irrenunciable a la hora de implicarnos para combatir el olvido.
Jorge Eines
A primera vista, “Camino del cielo” es una obra de teatro histórico.
En realidad, es –quiere ser- una obra acerca de la actualidad.
Habla de un hombre que se parece a casi toda la gente que conozco: tiene una sincera voluntad de ayudar a los demás; quiere ser solidario; le espanta el dolor ajeno.
Sin embargo, también como casi toda la gente que conozco, ese hombre no es lo bastante fuerte para desconfiar de lo que le dicen y le muestran. No es lo bastante fuerte para ver con sus propios ojos y nombrar con sus propias palabras.
Se conforma con las imágenes que otros le dan. Y con las palabras que otros le dan. “Camino-del-cielo”, por ejemplo. No es lo bastante fuerte para descubrir que “Camino del cielo” puede ser el nombre del infierno.
No es lo bastante fuerte para ver el infierno que se extiende bajo sus pies.
Un delegado de la Cruz Roja al que se encarga inspeccionar un campo de concentración y ante el que se presenta una mentira aceptable. Ese personaje fue mi punto de partida. Pero siguiendo sus pasos en ese viaje por un infierno que no lo parece, encontré a otros personajes no menos actuales, no menos cercanos.
Para empezar, el conductor de la representación, el comandante del campo. Tiene ante sí la ocasión de realizar el más ambicioso sueño que ningún director de escena concibió jamás: la obra de arte total. Pero la perfección de esa obra exige de él que sólo piense en el arte y en nada más. Que deseche cualquier rasgo de compasión en su mirada. Entonces sí, entonces todas las vidas reunidas en el campo estarán a su completa disposición, como muñecos en manos del titiritero.
Entre esas vidas amenazadas está la del hombrecillo que sirve al comandante de portavoz ante sus actores. Ese hombre ha de soportar una responsabilidad enorme. No sabe si está trabajando por la salvación de su pueblo o si está cooperando con los verdugos. Si está ganando tiempo o si está entregando a su gente a un destino peor que la muerte.
El delegado de la Cruz Roja, el comandante del campo, el jefe de la comunidad judía: sobre ese triángulo se levanta “Camino del cielo”.
Juan Mayorga
El autor
Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. En 1988 se licenció en Filosofía y en Matemáticas, y amplió sus estudios en Münster, Berlín y París. En 1997 se doctoró en Filosofía, y su trabajo más importante en este campo es Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin (Anthropos, Barcelona, 2003).
Desde 1998 es profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y fundador del colectivo teatral El Astillero, además de participar en las revistas especializadas Primer Acto y Acotaciones.
Es autor, entre otras, de las obras Siete hombres buenos (1989),
Más ceniza (1992),
El traductor de Blumemberg (estrenada en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires, 2000),
El sueño de Ginebra (1996),
Cartas de amor a Stalin (1999),
El Gordo y el Flaco (2000),
Sonámbulo (a partir de Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, 2003),
Animales nocturnos (2003),
Palabra de perro (a partir de El coloquio de los perros de Cervantes),
Últimas palabras de Copito de Nieve (2004),
Job (2004) y Hamelin (2005).
En 2006 estrenó su obra El chico de la última fila, con la compañía Ur Teatro (dir. Helena Pimenta). Asimismo, ha versionado obras de Calderón, Lope de Vega, Dürrenmatt, Dostoievski y Valle-Inclán.
Su obra teatral ha sido traducida al francés, griego, inglés, italiano, portugués, rumano y serbocroata.
¿Por qué una obra que se ocupa del Holocausto?
Es llamativa la permanencia de la cuestión judía después de 60 años de la solución nazi y todo ello en medio de un antisionismo creciente, confundido con antisemitismo, desencadenado por la política anexionadora y agresiva de un Ariel Sharón que parece contradecir los mas elementales principios morales que desde siempre han impulsado la pervivencia en la diáspora del pueblo judío.
En esta Europa proclive a las mejores contradicciones todavía hay lugar para recuperar la memoria, aunque mas no sea la parte mas sentimental de la memoria.
En esta España, tan llena de democracia que no acaba de repartir justicia subsiste un autor, Juan Mayorga, que tiene ganas de agregar un nuevo volumen a un mito tan cercano como para que aún se huela el hedor de los hornos crematorios.
Este ritual de judíos masacrados ocultos detrás de judíos felices remite con tanta fuerza a esa parte de la condición humana donde se confunden persistencia con supervivencia que asusta comprobar que Teodoro Adorno no tenía razón cuando dijo que “después de Auswhitz ya no habría poesía”.
La hubo y esta obra lo evidencia dos veces.
Primero porque cada judío que alarga su vida construyendo un personaje que lo aleja de la muerte es idéntico a lo que hace un actor que se implica en el arte.
El arte como suspensión de los tiempos de reloj. El arte como instante fugaz de guiño a la eternidad. “El arte como aquello que nos permite que la verdad no nos haga perecer”. Federico Nieztche.
La segunda porque Mayorga se seca las lágrimas, se arranca las melancolías que siempre acaban en resignación y filantropía y nos arroja una acusación donde la trascendencia no está en el alegato verbal sino en la paradojal construcción de situación y acciones como para que un conflicto inmerso en lo cotidiano de un campo de concentración refleje sin parcialidad panfletaria lo que el teatro siempre quiere atrapar: la condición humana.
Los personajes:
El Señor de la Cruz Roja.
¿Qué hace ese individuo volviendo al lugar de la tragedia? ¿Es la culpa, el masoquismo o las ganas de olvidar? ¿Son las noches de insomnio que lo tienen despierto delante de los ojos del espectador?
Esta joven. Han pasado los años y el se siente como cuando llegó por primera vez al Campo. Quizás su voz denota el paso de los años pero el se vive con aquella juventud. Esa es su culpa no la de ahora. Lo que debía haber visto y hecho cuando su cuerpo se lo permitía.
El autor no lo plantea así pero yo lo veo espiando a lo largo de toda la obra. En realidad todo transcurre en su cabeza. En algún momento hasta puede intentar corregir algo. “Esto no era así. Hazlo de esta forma”
El Comandante.
Un nazi. El modelo está tan construido que el gran riesgo es la repetición.
Buscar la permanencia del arquetipo sin claudicara estereotipo.
Imaginemos a un torturador en una cárcel clandestina en algún país de Latinoamérica de los años 70. Hace su trabajo; es un criminal, un asesino amparado por la ética militar. En plena sesión de tortura suena el teléfono.
El detiene la tortura. Es su hija que tiene 5 años, Se transforma a los ojos del espectador. De torturador pasa a ser el mas dulce y afectivo de los padres.
Acaba prometiéndole a su hija que a la noche luego de trabajar le llevara de
regalo el mas hermoso de los peluches.
Eso es lo que hay que contar.
Gershom.
Suficiente con salvar a la hija; pero eso lo sabremos al final de la obra. Es la última frase.
Eso preside su conducta no su salvación. No lo sabemos a lo largo de toda la obra pero se intuye una razón oculta que no tiene que ver con su resistencia a morir.
Es otro tipo de salvación aunque no podamos detectarla hasta el instante postrero.
No es triste; es épico.
No es duro; es nudoso.
No esta cansado; esta predestinado.
No es bueno; es tremendamente humano. Llega a ser divertido.
Los judíos.
Todos ellos son un solo personaje.
Una metonimia particular. Cada uno la parte por el todo.
No se como son pero si sé que necesito mucho ensayo parta descubrir como se expresa esa totalidad en cada una de sus partes.
a. La repetición.
b. El deseo de vivir.
c. El cansancio de hacer lo que no se debe hacer.
d. La culpa. Ellos se salvan otros no.
e. El arte. Son actores.
Viernes 16 de marzo de 2007 | Espectáculos | Nota
Nuestra opinión: muy bueno
Es inevitable la vinculación con El campo (1968), la obra maestra de Griselda Gambaro. El tema es el mismo, o muy parecido: de cómo el horror de un campo de concentración segrega una apariencia perversa de normalidad, y de cómo la imperiosa necesidad humana de sobrevivir, aun en las condiciones más atroces y humillantes, obliga a los prisioneros a someterse, con imaginables secuelas psíquicas, a la siniestra farsa.
La obra del español Juan Mayorga (nacido en 1965, doctor en filosofía, dramaturgo de cuya vasta producción Buenos Aires conoció, en 2000, El traductor de Blumenberg , en el Cervantes) se ubica en lo que parece ser una aldea idílica de esas que salpican, con sus tejados rojos, su fuente comunal y la torre medieval de la iglesia, el paisaje alemán. Como las construcciones ficticias con que el príncipe Potemkin disfrazaba, en las giras de la emperatriz Catalina, la escualidez de los villorrios rusos, aquí se trata de engañar a las organizaciones internacionales de derechos humanos -la Cruz Roja, en este caso- cuyos representantes, empeñados en averiguar la veracidad de los rumores, insisten en inspeccionar las instalaciones. El delegado de aquella entidad -un admirable Horacio Roca- es recibido por el eufórico comandante del campo (espléndido, Víctor Laplace), quien le muestra las delicias del lugar. ¡Hasta han edificado una sinagoga! La gente va y viene, bien vestida y bien alimentada; las actividades cotidianas parecen normales; un guía afable exalta, frente al visitante, la exactitud con que el reloj de la torre cumple sus funciones, desde hace más de cuatro siglos, con apenas medio minuto de diferencia.
No obstante, el hombre de la Cruz Roja olfatea la trampa: por qué los trenes llegan allí sólo de madrugada; por qué flota en el aire un humo inexplicable; por qué los gestos y las palabras de los habitantes suenan a hueco. Una rampa de cemento, bautizada Camino del Cielo, asciende hacia un edificio aislado: apenas un depósito, dice el comandante, nada que merezca la atención del inspector. Pero éste, pese a sus dudas y porque se ha introducido en el campo sin permiso, es incapaz de denunciarlas: el sistema de terror impuesto por el nazismo paraliza todo intento de rebelarse. A los alemanes hay que tratarlos bien, reflexiona el visitante, no conviene irritarlos.
Cómplice en el silencio
En un largo monólogo inaugural, impresionante (que recuerda el de Elena Tasisto en En casa, en Kabul , de Kushner), en el que Roca despliega todo su talento, el personaje confiesa su cobardía: por el resto de sus días se arrepentirá de no haber reaccionado como se lo exigía la conciencia.
Entre ese monólogo y el que cierra la pieza (a cargo de un Laplace más que convincente) se desarrollan acciones reiterativas, a cargo de los habitantes de la falsa aldea, que los muestran al borde de la locura. Porque desde la omnipotente Berlín se ha impuesto un plan perfecto, como corresponde a la burocracia nazi: hay un libreto que día tras día representan los prisioneros como si estuvieran libres, y la máquina de eliminar indeseables (judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados) funciona también cotidianamente con la misma exactitud que el reloj de la torre, instalado en 1492.
Muchos puntos de interés acumula la obra. Entre ellos, la personalidad del comandante: cultísimo (se vanagloria de su nutrida biblioteca; a cada paso cita a Spinoza, a Kant, a Calderón, a Shakespeare), atildado, impecable, el autor le concede, apenas (como al Hitler de La caída ), una mirada compasiva: también él es un muñeco, que gusta de rodearse para ensayar hasta la minucia el guión que le ha sido impuesto; también él es el ejecutor de un mandato (la obediencia debida) ineludible, dadas su educación, su profesión y su visión del mundo. El tema da para mucho, y no se agota en una simplista argumentación maniquea.
El argentino Jorge Eines, largamente radicado en España, donde es un respetado director y pedagogo (y que dejó entre nosotros el regusto de un inolvidable Wozzeck , de 1975), crea la necesaria atmósfera opresiva, no sin toques de humor, y conduce con mano segura a un elenco en el que Ricardo Merkin (el prisionero judío encargado de asegurar, al detalle, la ejecución del siniestro libreto) merece el aplauso recibido y el elenco joven -Marrone, Slipak, Señorales- destaca condiciones más que promisorias. Escenografía, vestuario, luces, música, en la tradición de excelencia y eficacia del San Martín. Tan sólo cabría objetar (es un problema de la obra, no de la puesta) cierta morosidad en la acción, subordinada a muchas y muy significativas palabras.
Ernesto Schoo